Por Leonel Fernández
Nadie acusó a Dilma Rousseff, la recién destituida presidenta de Brasil, de haber incurrido en algún acto de corrupción. Ninguna voz se levantó en su contra imputándole haber sustraído fondos públicos en provecho propio. Nadie alegó soborno, cohecho o estafa.
El propio Senado que la estaba juzgando no encontró la forma de condenarla.
No pidió que fuera transferida a la jurisdicción penal a los fines de ser juzgada por comisión de delitos. No pidió ninguna medida de coerción en su contra. No ordenó su privación de libertad. No consignó pago de multas.
Por el contrario, lo que estableció el Senado brasileño fue que Dilma Rousseff tenía el derecho de continuar en el pleno ejercicio de sus derechos civiles y políticos; que estos no habían sido quebrantados, y que, por consiguiente, resultaba elegible para cualquier futuro torneo electoral.
Siendo así, lo que aconteció en Brasil en relación a Dilma Rousseff no fue un juicio o un impeachment.
Fue, más bien, una especie de teatro, un melodrama, una tragicomedia, que enmascaraba el hecho de que, en el fondo, de lo que realmente se trata es de una lucha de poder.
Los sectores conservadores del país, extenuados con estar fuera del control del Estado por cerca de 14 años, y con las perspectivas de continuar de esa manera por una década adicional (por el eventual retorno de Lula), decidieron, apelando a presuntos mecanismos de legalidad, ponerle fin a lo que el pueblo, de manera legítima, había decidido en la urnas: la elección de Dilma Rousseff. La recriminación contra la presidenta Dilma Rousseff fue por una supuesta falta de tipo administrativo.
Se le acusaba de haber empleado maniobras contables ilícitas para ocultar un déficit fiscal.
Lo que no se decía era que ese déficit se había originado, no por voluntad de la jefa de Estado, sino por el impacto de la crisis económica global, la cual condujo a una disminución de la demanda de los productos de exportación de Brasil, así como a la caída de los precios de los productos básicos o commodities, como el petróleo, el gas, y el hierro.
Razones de una crisis
Durante toda una década, desde el 2002 hasta el 2012, Brasil había estado viviendo una época dorada.
Tenía un vigoroso crecimiento económico.
El desempleo había disminuido a tan sólo un 5 por ciento. La inflación se encontraba bajo control.
La tasa de cambio, estable. Se había logrado sacar de la pobreza a 40 millones de personas.
Brasil, pues, brillaba en el horizonte regional y global. Luiz Inácio Lula da Silva, un antiguo obrero metalúrgico, miembro fundador del Partido de los Trabajadores, había logrado, a través de innovadoras políticas públicas, transformar, en favor de los sectores más vulnerables de la población, la economía y la sociedad brasileñas.
El camino, por supuesto, le había sido allanado por otro gigante de la política brasileña contemporánea: el presidente Fernando Henrique Cardoso, notable académico y pensador social, quien, de manera diestra, contuvo la hiperinflación y la devaluación de la moneda brasileña, redujo el déficit fiscal y estabilizó la macroeconomía.
Después de dos períodos consecutivos de gobiernos del presidente Lula, Dilma Rousseff, una antigua militante de izquierda, torturada por los gorilas de la dictadura, triunfó en el certamen electoral celebrado a finales del 2010.
Pero al llegar Dilma Rousseff al poder, empezó a sentirse en Brasil, así como en otros países de América Latina, el efecto de la crisis económica global. Como consecuencia, desde entonces a la actualidad, el crecimiento del PIB inició una curva de descenso. Durante el primer período de gobierno de Dilma (2011-2014), alcanzó un magro promedio anual de tan sólo 1.6 por ciento.
En ese contexto, se desataron las protestas populares del 2013, que fueron masivas y de alcance nacional. Nadie las esperaba. Fueron una auténtica sorpresa. En principio, la causa que las motivaba era simple: un aumento en las tarifas del transporte público.
El gobierno de Dilma intentó revertir la situación, dejando sin efecto la medida. Pero se había cometido un error: la policía había actuado en forma represiva. Como resultado, los manifestantes, indignados, multiplicaron por distintas ciudades las protestas y ampliaron el pliego de demandas.
No obstante, la presidenta Rousseff saludó la realización de las manifestaciones como un acto de revitalización de la democracia.
Igual hizo Lula, que las calificó como una expresión del deseo del pueblo brasileño de tener una participación más activa en los mecanismos de toma de decisiones.
Pero, además de rebajar las tarifas del transporte, distintos sectores de la vida nacional pedían mejoría en la calidad de los servicios públicos, en la educación, en la salud, en la seguridad social, y en la construcción de nuevas obras de infraestructura.
De igual manera, se oponían a la realización de los megaproyectos deportivos para la celebración de la Copa Mundial de Fútbol y las Olimpiadas, y exigían, con gran energía y pasión, mayor transparencia y rendición de cuentas en el manejo de los fondos públicos.
Argumentaban que con una presión fiscal de 36 por ciento, Brasil tenía una capacidad de recolección de recursos propia de una país desarrollado, pero con una provisión de servicios públicos típica de un país subdesarrollado.
La popularidad de la presidenta Dilma Rousseff, que había llegado a estar en un 75 por ciento, empezó a desmoronarse. Un sentimiento de insatisfacción y de frustración se había apoderado de la sociedad.
La reelección de Dilma
En ese ambiente de malestar y pesadumbre se realizaron las elecciones presidenciales de octubre del 2014. Encabezando una coalición de ocho partidos, Dilma no logró cosechar el triunfo en la primera vuelta, en la que obtuvo tan solo el 41 por ciento de los votos.
Para la segunda vuelta, se enfrentó a Aécio Neves, exgobernador del estado de Minas Gerais, candidato del Partido Social Demócrata de Brasil (PSDB), quien, en la primera ronda había alcanzado el 33 por ciento de las votaciones.
La campaña fue ácida. Hubo descalificaciones mutuas. El país estaba dividido, no sólo territorialmente, sino económica y socialmente, entre el Norte y Nordeste pobres, que respaldaron ampliamente a Dilma y al Partido de los Trabajadores; y la región Sur, Sudoeste y Central, donde se concentra el 85 por ciento de la producción de la riqueza nacional y el 90 por ciento de la recaudación de impuestos, que se inclinaron por Neves y el PSDB.
Al final, Dilma ganó la batalla, pero de manera muy estrecha: 51.6 a 48.4 por ciento de los votos. Aunque formalmente se aceptaron los resultados, los sectores de poder, en verdad, nunca admitieron la derrota.
Inmediatamente empezaron a conspirar; y es que la verdadera lucha por el poder está en el control de las reservas de hidrocarburos en aguas profundas, lo cual convierte a Brasil en el octavo país del mundo con mayores reservas de petróleo.
Al descubrirse esas reservas, el presidente Lula modificó el sistema de concesiones para su exploración y explotación, por otro en el que Brasil se convertía en dueño de sus reservas de hidrocarburos.
Eso fue seguido por Dilma en sus gobiernos, pero nunca fue aceptado por poderosos núcleos empresariales, que aspiran a un gobierno más proclive al manejo privado de la riqueza nacional. Por eso, más que por otra razón, desde el inicio de su segundo mandato, empezaron a planificar la forma de hacer abortar el nuevo gobierno de Dilma.
Lo lograron. A la fuerte contracción de la economía, al incremento de la inflación y el desempleo, que crea un gran disgusto en cualquier lugar del mundo, le añadieron explotar, con fines políticos, el escándalo de Petrobras.
No importó que políticos de los veintiocho partidos representados en el Congreso estuviesen vinculados a lo que en Brasil se conoce como el Lava Jato. Lo importante era encontrar un responsable de las limitaciones que estaba empezando a experimentar un pueblo que ya se había acostumbrado a vivir fuera de la pobreza.
Esa persona a quien se quiso estigmatizar con un hecho que era más bien una consecuencia de la crisis económica global, resultó ser Dilma Rousseff. De las protestas callejeras, a las campañas de descrédito, se pasó a la judicialización de la política. Un guión perfecto.
Había que hacer saltar del poder a Dilma Rousseff. Pero no podía hacerse conforme al viejo método de los golpes de Estado militares. Eso sería muy burdo.
Sería rechazado a escala mundial por todos los partidarios de la democracia.
Había que emplear un nuevo estilo, más sofisticado y más apegado a los cánones legales.
Así se hizo. Los que hace menos de dos años perdieron las elecciones, se apoyaron en las fuerzas del Vicepresidente, Michel Tamer, antiguo aliado, para despojar a la presidenta Dilma Rousseff del poder que le había sido conferido por su pueblo.
Hay quienes afirman que lo ocurrido en Brasil no fue un golpe de Estado. Tal vez tengan razón.
Porque lo acontecido fue algo peor.
Fue una canallada.
El autor es el Presidente del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), abogado, profesor, escritor y político dominicano. Fue Presidente de la República durante los períodos 1996-2000, 2004-2008 y 2008-2012.