Por Guillermo Cifuentes
“Iba matando canallas con su cañón de futuro”, Silvio Rodríguez
La noticia de la muerte de Fidel nos trasladó a un escenario absolutamente desconocido para nuestra generación que alcanzó a ver las últimas expresiones de una América sin su presencia. Esa realidad retratada en “El mundo es ancho y ajeno”, “Mamita Yunai”, “Señor Presidente”, “Las cruces sobre el agua” o el “Canto General” desapareció con él. La miseria, el crimen y los tiranuelos de mediados del siglo XX tuvieron su momento culminante cuando Cuba puso a Batista en un avión a Santo Domingo.
Todo cambió para nosotros. La dignidad de América comenzó a ser nuestro orgullo y la universidad se vistió de “negro y de mulato”. La lucha por la justicia se hizo posible y, junto con la soberanía confirmada en Playa Girón hasta el extremo de la expulsión de los mercenarios, nos llegaba la noticia de que la revolución también era posible y hacerla una obligación.
Ante la grandeza de un momento en el que hay de todo menos incertidumbre, resulta de lo más ilustrativo recordar que a Chou En Lai, le preguntaron su opinión sobre la Revolución Francesa y contestó que era un acontecimiento demasiado reciente para opinar sobre él. Le vendría bien a los payasos erigidos en “abogado del diablo de la historia” conocer ese juicio, pues queda claro que no tienen ni siquiera el mérito de conocer el pasado y lo profundo de muchos de sus significados.
Lo escuchado me trasladó también a unas declaraciones de Fernando Atria, quien defendía que en el plano académico, cuando se polemiza, lo fundamental es el argumento, no quien lo formula a diferencia de la opinión política donde el opinante viene con historia y por lo tanto marcado a fuego por lo que es y ha sido.
Ante la partida de Fidel hay una cuestión indiscutible: nadie puede venir a dárselas de imparcial o de objetivo. Tal actitud queda para quienes equivocadamente creen que cuando hablan de Fidel Castro se refieren a un igual, cuando en realidad siempre quisieron que uno de los más de seiscientos atentados diera resultado.
A la hora de escuchar a los paladines de la democracia que condenan la falta de elecciones en Cuba, no sobra recordar que no fue Fidel Castro ni la Revolución Cubana la que suspendió las elecciones de 1952. En esas elecciones Fidel era candidato a diputado, pero no llegó a ser electo porque para impedir la expresión de la voluntad popular en ese tiempo se usaban métodos tan eficientes como los “scaner”, los golpes de Estado y Batista ni siquiera se tropezó con un observador electoral, o con un cabildero. Para que Cuba saliera de esa pesadilla fue necesario que se le cruzara un revolucionario de la década del cincuenta del siglo pasado que, luego de alzarse en armas exigiendo la vigencia de la Constitución (igual que Manolo), le avisó al sátrapa “El 58 seremos libres o seremos mártires”.
No recuerdo quién me prestó “La historia me absolverá”, pero sí que no debo haber tenido quince años cuando la leí y me llegó el mensaje político acerca de la transformación de la realidad continental que sólo conocía por la literatura. Una boina fue mi primera compra después de la electrizante lectura y experiencias similares he compartido a lo largo y ancho de nuestro continente maltratado, saqueado y oprimido. Por entonces no podía adivinar que el programa del Moncada se cumpliría con los míos veinte años después cuando se vieron obligados a huir de una nueva dictadura: “Se declaraba, además, que la política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los pueblos democráticos del continente y que los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías que oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la patria de Martí, no como hoy, persecución, hambre y traición, sino asilo generoso, hermandad y pan.” (“La historia me absolverá”, 1953)
Gracias por la hermandad y por el pan.
No tengo méritos para hablar de Fidel Castro, para homenajear su gesta, para celebrar su discurso en la Plaza donde lo despiden este día en silencio. Pero tampoco tengo problemas en no ignorar que soy parte de una generación inspirada por este señor de la vanguardia y que ni siquiera me siento capaz de explicar con claridad a la gente de hoy lo que provocó el combatiente recién ido cuando pregunta “¿Y quién les pagaba?”.
Lo intentamos. No teníamos alternativa y tal vez sea necesario insistir en estas ideas y en muchos testimonios no para que el dolor sea menor, sino para que sea mucho más fructífero. La porfía es válida cuando las estadísticas que sustentaban el Programa del Moncada han quedado tan atrás y cuando ante el crimen hecho política de Estado en la desnutrición infantil de América, podemos decir con orgullo que ninguno de esos niños es cubano.
Ya vendrá el tiempo de hacer cuentas: con nosotros, que con vergüenza hacemos la lista de lo que no fuimos capaces de hacer, con los que el estómago se les cambió de lado, con los izquierdistas que cambiaron directorios sindicales por el directorio de la empresa…
Pero el tiempo que sí nos llegó es el de asumir que la partida de Fidel jamás puede ser leída como la del último revolucionario. Y que no lo sea depende de que todos los que hoy agradecemos, recordamos y amamos el significado mayor de haber sido contemporáneos de Fidel Castro, asumamos que no culmina la lucha por la justicia social, la equidad y la fraternidad.