Por Juan Llado
No sería justo atribuirle al partido de gobierno un monopolio de la corrupción. Tampoco se justificaría creer que el flagelo arropa a toda la clase política, habida cuenta de que una parte de ella está inspirada por sanos sentimientos patrióticos. Lo que no podrá negarse es que la corrupción es ya un mal endémico de la sociedad dominicana y que esta corroe la institucionalidad democrática. De ahí que resulte imperativo embarcarnos en la búsqueda de fórmulas innovadoras para desterrarla.
Hoy día las esperanzas están cifradas en la adopción de cuatro leyes que llevan años en el Congreso esperando sanción. Se asume que las propuestas leyes de Partidos Políticos, Electoral, Transparencia y Responsabilidad Fiscal y de Fiscalización y Control del Congreso Nacional serán el antídoto que combata una cultura de la corrupción que ha devenido en sistémica.
Pero con el pobre record de cumplimiento de las leyes que nos gastamos, el fardo de la duda apunta a que no serían suficientes. Deben complementarse con otras medidas como las sugeridas a continuación, las cuales están inspiradas en el Artículo 146 de la Constitución que trata específicamente la proscripción de la corrupción.
Puesto que la clase política ejerce la tutela de la sociedad, el reto más inmediato y significativo tiene que ver con su vigilancia. No se puede seguir dependiendo de una Cámara de Cuentas y unas instancias de control –Contraloría General de la República (CGR), Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA), Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental (DIGEIG), Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP) —que son nombradas por la misma clase política. Los partidos políticos han demostrado que no pueden garantizar la pulcritud de su accionar y deben entonces aceptar una participación de la sociedad civil en su monitoreo policial.
Para eso se requeriría una enmienda constitucional que abarque varios aspectos. En el caso de la Cámara de Cuentas, lo deseable sería que las ternas de posibles integrantes presentadas al Senado, provinieran de la sociedad civil y no de la Cámara de Diputados. Asimismo, de la sociedad civil provendrían las ternas para escoger a los titulares de la CGR, la PEPCA, la DIGEIG y la DGCP. Una vez instalados, los titulares designarían el personal de sus respectivas instituciones con sujeción a los requisitos de la Carrera Administrativa.
En este esquema queda claro que el PEPCA (así integrado) estaría en la cúspide de la responsabilidad frente al combate a la impunidad. La CGR, la Cámara de Cuentas, la DIGEIG y la DGCP enviarían sus reportes de irregularidades a la PEPCA para que determine si ameritan la actuación de sus fiscales subalternos. Por supuesto, cualquier otra instancia del Ministerio Público, podría ejercer acciones adicionales en otros casos.
Algunos objetarían que tales disposiciones implican la elevación de la sociedad civil a la categoría de quinto poder del Estado (además del electoral, judicial, legislativo y ejecutivo). ¿Qué hay de malo en que sea esta quien fiscalice a la clase política? ¿Por qué deben ser los partidos los únicos que manejen todas las funciones del Estado? Lo que tendríamos que definir, en la enmienda constitucional correspondiente, es lo que se entiende por sociedad civil y quienes serían sus integrantes autorizados. Estos últimos no serían elegidos por voto popular sino que serían las instituciones más representativas de la sociedad, las cuales a su vez se gobernarían por sus propios estatutos. Las organizaciones que componen la Iniciativa por la Institucionalidad Democrática de seguro que estarían entre las mejor calificadas.
Si bien la propuesta intervención de la sociedad civil podría, de ser ejecutada con sujeción a los intereses ciudadanos, ser desvirtuada por manipulaciones malsanas de algunos de sus miembros, se le asignaría a la oficina del Defensor del Pueblo –también elegido de ternas presentadas por la sociedad civil– la obligación de certificar que las ternas presentadas reflejen genuinamente esos intereses. Las atribuciones de esa oficina (Artículos 190-92 de la Constitución) se ampliarían para establecer esa obligación y pautar la manera de la intervención.
Siguiendo con la clase política, hay otras dos disposiciones que deberían considerarse, aun si requieren enmiendas constitucionales. Una tiene que ver con los llamados juicios políticos a los funcionarios públicos elegidos por voto popular y la otra a los deberes y privilegios de los legisladores. Según lo establece el Artículo 83 de la Constitución, los legisladores, alcaldes y el Presidente y Vicepresidente de la República deben ser sometidos a juicio político ante el Senado por la Cámara de Diputados. Para los primeros se requiere una votación de la Cámara, de las dos terceras partes de su matrícula, mientras para el Presidente y Vicepresidente de las tres cuartas partes.
Tales disposiciones deberán modificarse para que, de encontrarse indicios de culpabilidad, el juicio político de todos estos funcionarios sea propiciado por la PEPCA. No hay razón válida para que estos funcionarios deban ir a una jurisdicción privilegiada. Excepto que en el caso del Presidente y Vicepresidente la acusación se haría ante la Asamblea Nacional, requiriéndose las tres cuartas partes de su matrícula para cualquier condena.
Con relación a los beneficios de que podrían disfrutar los legisladores se estatuiría un régimen donde no pueda haber exoneraciones de vehículos, “barrilitos” ni “cofrecitos” y los presupuestos de las cámaras no puedan ser usados para subirse los salarios ni asignarse cualquier otra prebenda. Puesto que la enmienda constitucional correspondiente tendría como objetivo erradicar la idea de que al Congreso se va para lucrarse, los beneficios totales de los legisladores deberán tener un tope que armonice con los de los ministros, según lo establezca la tan esperada Ley General de Salarios de la Administración Pública.
Finalmente, en el programa de estudio de las escuelas deberá introducirse una materia obligatoria, para ser impartida en el sexto de la educación primaria y el sexto de la media, que se denomine “Desigualdad Social y Solidaridad”. Su obvio objetivo sería el de crear conciencia de que somos una colectividad y que nos debemos solidaridad unos a los otros, lo cual contribuiría a alejar la “pulsión atávica” del egoísmo y el apetito salvaje por los bienes públicos. Este componente curricular deberá armonizarse con el programa de Educación en Valores que auspician conjuntamente el Banco BHD Leon y el Ministerio de Educación.
Es seguro que las propuestas precedentes habrían de levantar gran oposición entre muchos de los miembros de la clase política. Después de todo, ellas no solo distribuyen más ampliamente las responsabilidades y deberes en materia de lucha contra la corrupción, sino que también le quitan poderes a la clase política para protegerse como clase, mediante el control de los poderes del Estado. Pero la crisis en que estamos sumergidos es de tal magnitud que esa clase política haría bien en aceptar estas sugerencias so pena de continuar siendo percibidos como mastodontes de la angurria y esbirros del mal.
Si se abordara un debate nacional sobre la búsqueda de fórmulas para desterrar la corrupción y acabar con la impunidad se podría enriquecer aún más el elenco de propuestas y lograr un gran acuerdo nacional al respecto. Lo que no puede haber es una cerrazón a las fórmulas que impliquen modificación de la Constitución dizque porque esta no debe modificarse con frecuencia. La clase política la modificó en el 2004 y en el 2012 para satisfacer los afanes de poder de algunos de sus líderes. Por ende, no debemos temer a una modificación constitucional que lo que busque sea acrecentar el control de la ciudadanía sobre la clase política y restaurar la confianza pública en las instituciones. Aquí debemos bailar todos o se debe romper la baraja.
j.llado@claro.net.do