Por Pedro P. Yermenos Forastieri
El acuerdo al que la alta dirección del PLD ha arribado para intentar superar la grave crisis que afecta a esa organización y que parecía iba a desembocar en su división, pone de manifiesto múltiples lecciones que sería muy penoso que la nación no derive de las mismas sus enseñanzas fundamentales. De hacerlo, el PLD quedaría muy mal parado.
Si bien es cierto que una vez más ha quedado evidenciada la enraizada vocación de poder de ese partido, que lo conduce a esconder discrepancias bajo la alfombra para proyectar una unidad ficticia, no menos cierto es que se trata de una obsesión hedonista por el control del Estado que lo único que proporciona es complacencia de egos insuflados; logro de fabulosas fortunas; e impunidad absoluta ante esas tropelías. El país, en sus necesidades de desarrollo y solidez democrática, es muy pírrico lo que recibe de ese ejercicio público.
De otro lado, el tipo de liderazgo, si es que así puede llamársele, que ha predominado en el PLD después de Bosch, está lejos de ser auténtico debido a su incapacidad de preservarse en las horas de pérdidas de resortes de poder; de ausencia de disposición del presupuesto nacional; y de imposibilidad de suscribir decretos para garantizar lealtades circunstanciales.
De ahí el declive súbito de la influencia partidaria de Leonel Fernández, similar al que padeció el actual presidente cuando le correspondió estar abajo en la caprichosa rueda del poder en estos países.
La existencia de facciones no transciende ese calificativo. No puede hablarse de corrientes de pensamiento diferenciadas por motivaciones ideológicas. Apenas un amasijo de intereses en lucha frenética por controlar las riendas del gobierno. De ahí el trasiego de afiliación de tropas en función de las posibilidades de los jefes.
Los cambios que esta gestión puede enarbolar no superan aspectos cosméticos, formales, incapaces de rozar ni siquiera de forma sutil las causas esenciales de nuestros padecimientos. Podía excusarse alegando compromisos con un pasado responsable de su acceso al poder, las piedras que se dijo no podían ser lanzadas hacia atrás.
Este acuerdo sella compromisos, ratifica la identidad en lo fundamental, eterniza impunidades y aniquila cualquier esperanza de transformación.
Lo único bueno que todo esto podría implicar es que este estado generalizado de simulación quede evidenciado y el pueblo sea capaz de pasar factura, de poner punto final a un afán pernicioso por ratificar una hegemonía que no ha servido para nada.