Por Rafael Chaljub Mejía
Yo disfruté del privilegio del silencio. No hago culto al estancamiento y el atraso, ni oposición a los cambios progresistas con su carga de beneficios para la humanidad.
Pero, ante el estruendo pertubador que a nombre del progreso y la libertad nos ha invadido, tengo pleno derecho a añorar aquel silencio denso y acogedor del que gocé en los primeros tiempos de mi vida, allá por los años viejos.
Donde empecé a crecer, el canto de los gallos se podía escuchar a kilómetros de distancia. Si había una fiesta típica, recuerdo siempre cómo, sin aparatos de sonido ni mucho menos, la voz de Bolo Henríquez, el papá de Tatico, rompía el silencio de las noches campesinas de antaño y se distinguía a la distancia. Por el toque y la cadencia de la tambora se podía saber quién la tocaba. Gracias al silencio.
Recuerdo cuando iba junto a mi padre o a mi abuelo materno a una de las fincas de la familia, al borde una extensa y despoblada sabana.
A la hora del descanso, bajo la sombra de un pomar y de otros árboles frutales, llegaba esa dulce sensación de paz y libertad, que en esa situación se interrumpía con el ocasional sonido del fuete de un arriero que apuraba su recua o el sonido de los cascos de un caballo al que un jinete presuroso lo llevaba al galope.
Fuera de ahí, se escuchaba el canto de los pájaros, el bramar de la vaca, el rumor de la brisa, las coplas lanzadas al aire por algún labrador que con su canto mitigaba el rigor de su faena.
Vino el progreso y se fue el silencio. Algunos puntos de las ciudades se han hecho inhabitables, y el estruendo también invadió el campo.
No hay escapatoria.
Dicen que dentro de poco seremos un país de sordos. Ya en vez de hablarnos nos gritamos, así estemos en nuestras propias casas. Música a todo volumen, motoconchos, motoristas Harley Davison, guaguas anunciadoras, hasta en la Zona Colonial, para no decir más, se llevaron de paro aquel silencio que una vez me acogió, y como contra esta ola arrolladora, nada se puede, me resigno, y en gesto de sincera gratitud dejo aquí mi voto de añoranza a ese inolvidable compañero de mi infancia al que ya jamás volveré a tener cerca.