Por Harold Modesto
La presunción de inocencia es un principio jurídico penal inmenso, como ningún otro. Cuando se piensa en esta se tiene que elegir entre dos caminos: el primero es seguir el consejo de los juristas que han advertido de los peligros de tratar de comprender y explicar los mundos que se encuentran imperfectamente unidos por el derecho —porque la vida entera no es suficiente—, y así tomar pequeños trozos de razón para que las ideas sean un tanto claras y útiles, el segundo es hacer totalmente lo contrario.
Evidentemente la fascinación por el conocimiento convierte cada paso por el segundo camino en un deleite. Esto ha permitido percibir, tras observar distintas sentencias durante algunos años, que este principio está siendo objeto de una subutilización sistemática; una conducta si se quiere inconsciente de parte de los actores del proceso penal que lo han reducido a un plano muy inferior al de su diseño como estándar o como «mandato de optimización» como lo denomina Robert Alexy.
Es decir, la inocencia, que debe ser descrita como una categoría sustancial siempre probable —y por eso se presume—, parece estar siendo degradada cuando cada uno de los actores (juez, ministerio público, querellante, etc.) presenta algunas dificultades para situar el principio en un plano superior al de la regla, de modo que provea al proceso del orden suficiente para que sean moduladas bajo una misma lógica todas las relaciones e interacciones posibles e imaginables.
Para explicar esta cuestión se requiere profundizar en los fenómenos del sistema de justicia penal dominicano. Un buen inicio puede ser estudiar los factores que motivan al uso excesivo de la prisión preventiva; los criterios de utilidad en los que se basa la obtención e incorporación de la prueba; la observancia de algunas reglas formales en la argumentación jurídica y la estructuración de las decisiones; y, más que nada, analizar si la subutilización a la que se ha hecho referencia es la causa del empobrecimiento de ciertos roles.
Por ejemplo, la defensa penal técnica es uno de los roles más importantes del proceso, da la casualidad de que para el legislador también lo es —y para la sociedad en general también debería serl-, por eso es la función a la que más potencial transfiere el principio de presunción de inocencia y, al mismo tiempo, se vincula con otros principios apareados a reglas claras que garantizan su efectividad siempre que las cosas funcionen como dice la ley.
Sin embargo, a partir de varios hechos violentos y por demás sangrientos que han consternado a la sociedad dominicana en los últimos meses, como acontecen regularmente en otras sociedades, he tenido que someter al tamiz de la duda si en casos de esta naturaleza pueden coexistir en la defensa penal técnica la impopularidad y la necesidad incuestionable.
Es aquí donde se precisa resaltar la incomprensión del principio de presunción de inocencia, porque fue diseñado originalmente para la contención de los instintos salvajes, para que no se apresuren las objeciones de conciencia, para evitar las parcialidades, para que los estereotipos no sustituyan las verdades y que la violencia no se legitime mediante automatismos; en fin, para que el proceso no descienda a niveles de inhumanidad tales como los del crimen que lo ha generado.
Pero el principio ya no basta… su fuerza no alcanza ni para garantizar que una sociedad entera evite cuestionar un rol que ninguno quisiera asumir, aunque a ello fueran obligados.
Se trata de la difícil decisión de ocupar el lugar sin privilegios al lado de un necesitado, sólo a cambio de encontrar esa respuesta que Francesco Carnelutti, narra en Las miserias del proceso penal:
Lo que estaba oculto, la mañana que vi a uno de los hombres lanzarse contra el otro, bajo las apariencias de la fiera, era el hombre; tan pronto como le apretaron las muñecas con las cadenas, el hombre reapareció: el hombre como yo, con su mal y con su bien, con sus sombras y con sus luces, con su incomparable riqueza y con su miseria espantosa. Entonces nació, del horror, la compasión.
Evidentemente, hay un muro enorme que separa el ejercicio ético de la defensa penal del que no lo es, aunque se cruza fácil, como bien lo dice Ángel Ossorio en El alma de la toga: «Cuando un abogado acepta una defensa, es porque estima —aunque sea equivocadamente— que la pretensión de su tutelado es justa; y en tal caso al triunfar el cliente triunfa la justicia, y nuestra obra no va encaminada a ‘cegar’ sino a iluminar».
Esto coloca al ejercicio de la defensa penal en una encrucijada, y no debe causar sorpresa si con el tiempo muchos dignos representantes de la profesión consideran saludable apartarse del derecho penal, aunque todo el que lee estas líneas sabe que ese espacio no dejará de estar ocupado, pero en algún momento se notará demasiado el vacío.
Referencias
Alexy, R. P. (2007). Teoría de los derechos fundamentales. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
Carnelutti, F. Las miserias del proceso penal, sesE. México, sf, 4, 3.
Ossorio y Gallardo, A. (1986). El alma de la toga.
El autor es: Director del OJD-Funglode
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