Por Guido Gómez Mazara
La década de los 90 marcaron hacia lo interno del partido republicano, la emergencia y consolidación de un conservadurismo de nuevo cuño y validación de Newt Gingrich como expresión de un liderazgo que olvidaba la vieja retórica guerrerista, adentrándose en una agenda de carácter local donde los impuestos, la reducción del Estado y la privatización de los servicios públicos definían la esencia de esa opción electoral.
En los últimos 25 años, el radicalismo político expresó su inconformidad ante el deseo de amplios núcleos estadounidenses que mostraban su solidaridad por las políticas liberales que, desde el ascenso de John F. Kennedy, se tornaban incluyentes de grupos minoritarios que estimulan el activismo de los inmigrantes, diseñan legislaciones favorables a los derechos de los homosexuales y promueven una gestión de política exterior amiga de los bloques comerciales y distante de las tradicionales intervenciones propias de la guerra fría.
Cada vez que el modelo bipartidista expresa niveles de hastío se produce la llegada de un nuevo mesías. La revolución conservadora para acorralar la administración Clinton y el Tea Party intentó disminuir al presidente Obama, pero en ambos casos el experimento no resultó. Ahora, un empresario inmobiliario sin formación política, apela al modelo del radicalismo que pauta la actual coyuntura: luchar contra los inmigrantes.
Y el invento no es nuevo, Pete Wilson creyó desde la gobernación de California que la aprobación de la ley 187 podía transformar su ira anti-migratoria en trampolín de éxito hacia la Casa Blanca. El anterior fracaso augura la ruta a seguir de un aspirante con altos niveles de popularidad, como disfruta Donald Trump actualmente, y a la vez será esa la razón esencial para que el sentido de racionalidad de un sector conservador piense en lo riesgoso de oficializarlo como candidato oficial del partido.
Los niveles de aceptación de la oferta de Donald Trump en la población con una profunda raíz conservadora retrata la esencia de los distanciamientos de los electores de origen afroamericano e hispano con la plataforma electoral republicana. Por eso, en la medida que el discurso republicano acentúa su divorcio de esos núcleos minoritarios, la incorporación de éstos grupos encuentran en el partido demócrata el espacio natural de sus simpatías partidarias.
No constituye un hecho aislado que los triunfos, tanto de Bill Clinton como de Barack Obama, reproducen una consolidación altísima de votos provenientes de ciudadanos y ciudadanas que asocian su origen étnico a una empatía natural con una organización con propuestas y toda una plataforma afín a franjas poblacionales consideradas minoritarias.
Donald Trump
Si la base electoral republicana pretende orquestar una candidatura con posibilidades, necesita construir un candidato sin el toque de extremismo, con mayor acento social y que no sea percibido como enemigo de los inmigrantes, homosexuales y afroamericanos.
Desde la óptica de nuestros pueblos no terminamos de entender la dinámica social de un país capaz de comportarse electoralmente sin apego a los dictámenes de sus élites económicas. Por eso, nos resulta cuesta arriba asimilar los riesgos y despeñadero que toma la carrera de cualquier político con declaraciones homofóbicas, evasor impositivo y capaz de pagar servicios sexuales.
La conversión en político de Donald Trump constituye el purgante indispensable que toma toda sociedad para limpiar su cuerpo de las impurezas y excesos.
De mantener sus simpatías, los republicanos tendrán dificultades en la próxima contienda, y volverán a fracasar, los empresarios que se insertan en la actividad pública creyéndose aptos para ganar el apoyo de los electores por la fuerza de sus bolsillos.
El autor es abogado y Politico.