Por Washington Cabello
Las mujeres son dobles víctimas de la creciente violencia en El Salvador. Aquellas que se relacionan con miembros de las maras no solo son controladas por sus parejas sino por toda la pandilla.
(De elpais.com).- Las tres palabras cubren varias paredes en San Salvador: VER, OÍR, CALLAR. La regla es simple; las consecuencias significativas. Cuando se vive en una zona controlada por una de las pandillas el Barrio 18 o la Mara Salvatrucha, también conocida como MS-13, no importa qué ves u oyes, no lo puedes mencionar a nadie.
“Había veces que la mayoría de los pandilleros dormían en los techos de las casas, otros se quedaban en los pasajes y eso mantenía a la gente muy preocupada”, dice Isabel. Tiene 20 años y vive en uno de los barrios de San Salvador conocidos por su alto índice de violencia. “Ahora ya es más tranquilo, pero en algunos lugares todavía es bien peligroso y abundan los pandilleros”, continua.
A su mamá no le gustaba que Isabel saliera con un marero. Por eso, no le dijo nada cuando se quedó embarazada el año pasado. No se lo dijo a casi nadie. Pero a Isabel no le importaba mucho que Ricardo estuviera asociado con una pandilla. Aquí eso es común. “Yo me guío por los sentimientos, si es pandillero o no, así lo acepto. Todo ser humano comete errores y uno tiene que aceptarlos como son. Igual siempre hay que apoyarlos o aconsejarlos”, explica.
Cuando nació su hijo en octubre del año pasado tenía una enfermedad grave, Isabel fue informada de que el bebé no viviría más de cuatro horas. Al final, sobrevivió una semana, pero Ricardo no fue a verle hasta un día antes de su muerte. “Fue muy fuerte el apoyo de mi mamá, aunque todavía estaba un poquito molesta, por lo mismo, que era hijo de un pandillero que no se estaba siendo muy responsable. Porque ya que había nacido el bebe y él no dejaba de andar en las calles. Eso a mi me dolió mucho», cuenta Isabel.
La violencia en la sociedad salvadoreña tiene una historia larga. Durante la guerra civil de 1980 a 1992, entre el régimen militar de la derecha y guerrillas izquierdistas, 75.000 personas murieron. En 1981, se estima que eran asesinadas al mes un promedio de 700. Han pasado 34 años y El Salvador no está lejos de esos números.
Mayo terminó con 641 asesinatos, según fuentes oficiales, haciéndolo el mes más violento desde que acabó la guerra. Una tregua entre las dos pandillas principales, negociada en 2012, consiguió que la tasa de homicidios bajara temporalmente, pero tras acabar la tregua la tasa se ha vuelto a incrementar.
La gran mayoría de los pandilleros son jóvenes y niños varones, pero hay, además de la violencia callejera, otra estructural contra las mujeres que supone una violación de sus derechos humanos.
El Salvador es uno de los países con más feminicidios del mundo y la violencia extrema es común. Durante los cinco primeros meses de este año, 162 mujeres fueron asesinadas, lo que significa más de una al día, en un país de 6,3 millones de habitantes.
Durante la guerra, la violencia sexual se utilizaba contra el enemigo. Ahora, las mujeres muchas veces son objetivos de las maras contrarías o víctimas de violencia intrafamiliar. “Hay mujeres que los pandilleros quieren y si niegan las leyes de ellos, es cuando les va mal”, explica Elizabeth, que vive en una zona controlada por el Barrio 18. “Les ponen un cuchillo o una pistola y les dicen ‘vas a ser mi mujer’. Pero si una acepta vivir con un pandillero, tiene que saber que eso trae consecuencias”, continua.
Cerca del barrio donde vive Isabel junto a su madre y sus hermanas, reside Teresa, de 33 años. Cuida a su hijo mientras está limpiando uno de los dos cuartos de la casa. Un conejo les mira desde su jaula y Adrián, el crío, juega con un gatito. Teresa conoció a su marido cuando tenía 18 años. Al principio, dice, todo era color de rosa. “Después ya no. Ha sido un calvario porque ellos son de las personas que lo que ellos dicen, eso es. Una no puede hacer nada, ni tener amigos, ni hablarle a nadie, nada de nada, porque para lo que son ellos, una tiene que ser como ellos dicen», explica.
La violencia contra las mujeres existe en todas partes del mundo, pero Teresa opina que tener un novio marero marca una gran diferencia.
Su marido está en la cárcel desde hace nueve años, pero aún controla su vida. Teresa solo sale cuando es necesario y luego regresa directamente a casa. Ni puede pensar en salir con amigos o amigas. Cada uno de sus pasos son constantemente vigilados. Hace poco, dice, un pandillero vecino fue a golpearla porque alguien la había visto fumando. Así de fuerte es la lealtad. La lealtad de las pandillas.
“Ellos se creen dueños de la vida de la gente y hacen lo que ellos quieren», dice Teresa. Una afirmación corroborada por los números. Los 16 homicidios al día en marzo, aumentaron a 21 en mayo; un ascenso que señala un camino tétrico para el país. Si la tendencia continúa, El Salvador puede rebasar a Honduras como el más violento del mundo que no está en situación de guerra.
Según un estudio del gobierno de 2013, alrededor del 10% de la población de El Salvador tiene enlaces con las pandillas. Pero la realidad evidencia que son muchos más los que viven rodeados de las maras todos los días. Isabel se siente tranquila donde vive. Pero moverse por la ciudad siempre es un riesgo. Hace un año, su hermana gemela fue secuestrada y violada, recuerda. “Gracias a Dios la encontramos, aunque no en el estado que queríamos encontrarla, porque me la violaron. La maltrataron. Estuvo secuestrada dos o tres días, que se hicieron muy largos. Yo sentí que habían pasado tres semanas. Fue muy horrible y una experiencia muy traumática».
El embarazo y la muerte de su bebé afectó mucho a Isabel, igual que el secuestro de su hermana. Con la ayuda de una psicóloga ha trabajado sus experiencias y ahora está empezando a sentirse mejor. Al final, piensa que Ricardo no fue tan malo como padre. Con un poco de ayuda económica de amigos, reunió el dinero para el funeral de la criatura. Una semana más tarde de aquello, el progenitor fue detenido. Isabel cuenta que el jefe del barrio había utilizado a su novio para cobrar la «renta», lo que significa extorsionar a personas con pequeños negocios.
Fue condenado a cuatro años de prisión. «Últimamente, muchos pandilleros han caído presos y los que aún están aquí no molestan», apunta Isabel. Y añade: «Aquí los muchachos son así, dicen ‘ella es la mujer de tal persona, entonces ya no hay que hablarle, no hay que tocarla’. Entonces, es como si yo no existiera para ellos y ellos para mi tampoco».
Isabel asegura que no se preocupa mucho, pero que ha pensado qué pasaría si ella encontrara a alguien mientras Ricardo está en la cárcel. “Mis amigos a veces me preguntan si me pueden visitar. Quera o no, siempre digo no, que no pueden entrar aquí porque yo tuve una relación con un pandillero y no les quiero meter en problemas».
Teresa también sabe cuándo hay que limitarse y cuándo hay que callar. Después de 10 años de violencia intrafamiliar y total control de la pandilla sobre ella, dice que “portarse bien” es su única opción. Cuanto ve a las novias jóvenes de los pandilleros, desearía que supieran realmente en lo que se están metiendo. “No saben lo que les toca, porque meterse con un loco de la mara es lo peor que te puede pasar». L
a violencia contra las mujeres existe en todas partes del mundo, pero Teresa opina que tener un novio marero marca una gran diferencia.
“Si él fuera civil, yo ya me hubiera ido; yo ya me hubiera acompañado; yo ya le hubiera metido preso. Pero como no es un civil, no le puedo hacer nada de eso, porque me iría peor a mí».
Su marido ha hecho «de todo», como ella misma dice, y tiene una condena de más de 100 años. Pero la pena máxima es de 35 años. Teresa ni siquiera puede imaginar lo que sucederá después. Sólo sabe que tiene que seguir luchando, trabajar duro para conseguir la comida de cada día y ayudar a sus hijos a elegir y tener éxito con una forma diferente de vida.
“Muchas veces le dije a él: ‘algún día vas a pagar lo que haces, pero tus hijos no tienen la culpa’. De sus hijos no se acuerda, ni le importa qué comen”, lamenta Teresa. Ahora ella trabaja haciendo tortillas y espera poder abrir su propio puesto de comida pronto. Aún así, está preocupada por sus hijos. Cuando crezcan, para poder continuar el grado superior en la escuela, van a tener que ir a otra zona de la ciudad a estudiar, lo que significa pasar por territorios de la pandilla contraria, detalla la madre. «Si alguien averigua quién es su papá, por venganza les pueden hacer algo. Por eso, les aconsejo que ni a los niños de la escuela les digan quien es su papá”.
Durante muchos años, Teresa fue a visitar a su pareja a la cárcel. «Por el bien de los dos», apostilla. Le llevó comida e incluso drogas, esperando que él les ayudara a sobrevivir fuera y tener para comer. Pero la verdad es que nunca lo hizo. Desde hace un año, Teresa ya no aparece en su lista de visitas y ella prefiere que se mantenga de esa manera. Lo que no significa que esté libre. “Siempre los voy a tener a ellos. A los muchachos encima”, dice.
Ha estado pensando en marcharse del barrio. Pero al final del día, Teresa no tiene donde ir. Y si lo tuviera, el miedo la paralizaría. Teme represalias hacia su familia, a los que se quedan. “Si me voy lejos, me da miedo por mi familia. Muchas veces he hablado con mi mamá y le he dicho que me voy a ir, y ella me dice que no porque no quiere que les pase algo a mis hermanos por mi culpa».
Para su seguridad personal, los nombres de las personas mencionadas en este reportaje han sido cambiados.