Por Guillermo Cifuentes
“De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno”. Del refranero popular
En política delinear el camino a seguir y los objetivos por cumplir es tan importante como poder determinar con alguna certidumbre el terreno que se pisa. No considerar esos dos componentes claves de la estrategia puede llevar, en el mejor de los casos, a caminar repetitivamente en círculos. A ese camino circular han sido conducidos en la historia reciente los que en alguna curva perdieron el norte, los objetivos y algunas de las siempre necesarias certezas. Y ya sabemos que no tenerlas o abandonarlas, aunque sólo sean pequeñas, conduce a asumir las certezas ajenas.
Entre los temas recurrentes que hay que afinar en la política criolla está el de los consensos. Hablo de una práctica que pasa muy desapercibida -excepto para quienes la proponen- y a la que se le intenta dar una representación positiva, cuando solo puede tenerla en circunstancias muy limitadas y ojalá evitables.
Podemos entender la democracia en los términos que la define Dahl, con sus mínimos democráticos y su utopía poliárquica, como “participación efectiva, igualdad de voto, comprensión ilustrada, control de la agenda e inclusión de los adultos”, o en los términos más utilizados a nivel de divulgación: elecciones periódicas, libres y competitivas, separación de poderes y el genérico y definitivo gobierno de la mayoría (electoral).
A partir de ahí podemos también acercarnos a los consensos y a su carácter no democrático, puesto que la idea democrática se basa en la forma en cómo se gestionan las diferencias, no en su inexistencia. Cuando gobiernan las mayorías éstas se ponen de acuerdo y siempre hay una minoría que discrepa. En cambio en el consenso no hay desacuerdo, por lo menos que se exprese, sino que estamos más bien ante una aceptación pasiva.
Para comprobar si algo hay de cierto en esta afirmación puede usted identificar a los permanentes embajadores del consenso y confirmará que son a los que no les gusta la democracia. Los militantes de los consensos se incomodan ante la posibilidad de que lleguen esos “que no saben gobernar” y olvidan convenientemente consensos como el “borrón y cuenta nueva” o el “fallo histórico” e insisten en rescatar como un exitoso consenso las reformas de 1994 aunque sus consecuencias evidentes hayan dejado para la historia sus conveniencias e inconveniencias.
En la actual coyuntura el llamado a lograr consensos sobre la ley de partidos o la esperada ley electoral es simplemente patético y lejos de lograr lo que esperan quienes los proponen ha ido transformando en un verdadero “striptease” los movimientos de los políticos y partidos del sistema. Vean ustedes el “Grupo de los 11” que publicó un folleto recogiendo las propuestas acordadas entre ellos acerca de la ley de partidos y la ley electoral. Hasta donde se puede saber la mayoría de los aportes no vinieron de los “grandes”, y a lo mejor por eso les resulta fácil incumplir con lo acordado y conseguir consensos con sus amigos del sistema. Tampoco se puede ocultar el hecho de que entre ellos hay agentes de una de las candidaturas del partido de gobierno, rebosante del estilo conocido de los hijos de la dictadura.
Para poder buscar significados es absolutamente necesario darle una vuelta a lo acontecido con la decisión de la Junta Central Electoral, que invita a limitar los actos de campaña. En mi opinión la cosa es algo más complicada que lo que el oportunismo quiere ocultar. Es evidente que lo propuesto por la Junta es una suma de acciones que la ciudadanía espera que alguna vez sea realidad y que es lo normal en los países democráticos. Pero también es cierto que esa propuesta trae al primer plano el hecho de que este tipo de asuntos debe ser normado por leyes y las leyes se hacen en un solo lugar: el Poder Legislativo.
Los consensos y los decretos así como las facultades reglamentarias, son prácticas que se hacen más frecuentes mientras más cerca se está de una dictadura, o saliendo de una o caminando hacia ella, por lo tanto deberían ser prácticas evitadas. Recordemos que la Junta Central Electoral, producto de su facultad reglamentaria determinó por ejemplo el voto directo para la elección de diputados en 2002 y el resultado de ese cambio del sistema electoral provocó la renovación más grande de legisladores del último tiempo y una consecuente mejoría de la representación. Claro que también por una medida de este tipo y con el “consenso” de los partidos se compraron los escáneres, lo que significó violar la ley electoral, respecto a cómo ésta ordena contar los votos.
Estamos entonces ante una medida que propone cuestiones acertadas, que de cumplirse mejorarían la calidad del proceso electoral, pero es absolutamente dudoso que la Junta pueda ser investida de atribuciones que en un Estado unitario deben ser decididas obligatoriamente en el parlamento. Imaginemos que por esas cosas de la vida las próximas propuestas de reglamentación podrían no ser “tan populares”: ¿qué tal si lo que se acordara imponer por reglamento fueran las primarias abiertas, simultáneas, voluntarias y vinculantes?
Pero tratemos de no quedarnos solo en la superficie y en el oportunismo desatado de los que no pueden controlarse. Antiguos gobernantes reclamando derechos cuando se negaron a financiar la educación de acuerdo con lo que establecía la Constitución o hacían un credo acerca de la “gobernabilidad” mediante la elección oprobiosa entre pagar o matar.
Caraduras son también quienes hacen fiesta con la resolución de la Junta cuando hace unos meses tenían el país llenos de vallas con sus encantadores rostros juveniles. Finalmente los peores son aquellos que rasgan vestiduras y defienden lo que la JCE propone porque le conviene a su candidato y puede afectar a los candidatos que quisieran ver derrotados. Se les ha visto el refajo: de democracia poco y de oportunismo ansioso, demasiado.
Es irrebatible que la frase tanta veces repetida de que “a alguien se le fue la mano” debe alertar y cuestionar acerca de qué es lo que está pasando. Me atrevo a formular la idea de que todo esto tiene que ver con el fin de la vida útil de las reformas de 1994. La Ley Electoral, ya es absolutamente inadecuada y cualquier análisis comparado dirá que no servía a la construcción democrática, sino que era la nueva forma de reproducir el trujillismo balagueriano que llevó al PLD al poder. Con esa ley se trataba de liquidar a Peña Gómez, y lo consiguieron con ayuda de sus correligionarios, por supuesto. Esas reformas fueron muy útiles pues cumplieron su objetivo de traer el sistema político hasta aquí. No se trata ahora de anuncios apocalípticos, pero a ratos parece que se está al borde del abismo con muchos interesados en dar un paso al frente.
Al fin y al cabo, ocurre que el festín está acabando con los comensales y ya nadie quiere dejarle al otro lo que no merece, tanto el que da como el que espera recibir. Esto pone al sistema político y al sistema de partidos en “tranque” porque los cuatro partidos del sistema que favorecen su continuidad están agotados y se ven demasiado sedientos, pero al frente no se observa todavía la fortaleza de una alternativa cuya debilidad no debe ser atribuida solo a quienes la intentan, también a aquellos que sin estar entre los cuatro, solo esperan alguna retribución menor. Por eso la crisis no fue provocada por ellos, fueron y son los cuatro partidos del sistema los que impiden un sistema electoral competitivo y los que finalmente se seguirán repartiendo los fondos públicos mediante una modalidad absolutamente desconocida en los Estados democráticos.
Finalmente, por qué no decirlo, el “striptease” deja a los ojos ciudadanos asuntos que debieran ser desafiantes, puesto que la lectura que se haga de estos días va a determinar entre otras cosas cuáles son los acuerdos y las alianzas (nunca los consensos) necesarias para empezar a caminar sin tener la agobiante y estresante urgencia de tener un diputado nacional, sino de asumir la responsabilidad de la construcción democrática.
cifuentes.guillermo@gmail.com