Por Ricardo Bustos
Cuando el destino, de un día para otro, nos cambia el itinerario de nuestra vida, buscamos en nuestro ser interior, el retorno a los tiempos de infancia para hacer de ese hermoso, pasado una biblioteca espiritual que nos alimente el alma.
No se por que será, pero siempre busco la imagen del abuelo Antonio, con sus cabellos blancos y ojos azules, su castellano chamuscado que no pudo aprender bien desde que llegó de Reggio en Calabria, ciudad y puerto de Italia meridional, capital de la Ciudad metropolitana homónima, en la región de Calabria, situada junto al estrecho de Mesina, enfrente de Sicilia. Quizá todo este detalle mi abuelo no lo conocía porque su vida siempre lo tuvo como trabajador en la zona rural y la única vez que salió de la comarca, fué para ir al puerto y subir al barco que lo trajo a Buenos Aires a fines de 1800.
Como en esos tiempos no había planes sociales, las changas diarias (cuando había) eran la posibilidad de comprar algún alimento.
De tanto insistir y por el buen comportamiento, junto a los paisanos que compartían sus necesidades, llegó a aprender el oficio de albañil (de los buenos). Su primer trabajo grande fue en la construcción del murallón en Punta Lara, el balneario cercano a La Plata, donde casualmente fué detenido el corrupto sindicalista «Pata Medina», que está en las antípodas de la moral de hombres como el abuelo Antonio y sus paisanos.
Era tímido, pero tenía su ironía y humor en la mirada. Siempre me dice que eso de la longevidad son todas “pavadas” y que El iba a morir cuando llegue la hora pero con muy buena salud y ···de viejo. Y así fué nomás.
Se enojaba a menudo porque creía que a los viejos se los escuchaba un rato nomás y cuando comenzaban a contar alguna historia de la que formaron parte, los dejaban hablando solos entonces se sentían frustrados. El abuelo siempre me decía que si se escuchara un poco más a los mayores, quizá la sabiduría trasplantada a sus herederos germinaría dando otros frutos y no se marchitarían los retoños en tan poco tiempo como sucede ahora.
Volver en el tiempo, trae a este mi presente veterano, las vivencias de una época donde éramos felices con mucho menos.
El relato del abuelo era una ceremonia que merecía toda la atención, para no desperdiciar nada. Me comentaba que en sus tiempos, temprano antes que salga el sol, su Mamá lo despertaba para el desayuno con un tazón grande de leche recién ordeñada y la clásica galleta de campo con dulce de leche casero y manteca artesanal con la leche de las propias vacas que por la madrugada ya había ordeñado su Papá.
Hasta media mañana el trabajo era lo único que ocupaba sus pensamientos y solo existía la pausa para un pan crocante relleno con una milanesa y al rato, reiniciar la tarea porque de ello dependía el sustento de la familia y el estudio de sus hermanos en la Ciudad a la que asistían los lunes y volvían los viernes para sumarse a la tarea del campo como lo hacía Él todos los días.
Los sábados eran intocables por la noche y pasadas las ocho, bañados, perfumados con agua de colonia y con las mejores “pilchas” (las únicas), se preparaban con los hermanos varones y caminando iban rumbo al pueblo porque allí en el baile del Club, se encontraban con sus platónicos amores que, seguramente convertirían algún día en sus novias o quizá, más tarde en esposas.
El baile no era cualquier cosa porque sobre todo había que saber bailar para no pasar papelones porque aquello de “pueblo chico infierno grande” era cierto y después, como decía el abuelo “había que luchar mucho contra el viento para levantar el barrilete” y andabas a las escondidas para que no te “carguen” los amigos.
Me gustaba mucho escuchar al abuelo y creo que a Él también le producía placer contarme sus anécdotas.
Cuenta que cierto día se cortó la luz y contrariamente a lo que uno puede imaginar, el baile se suspendió, entonces me dice que los padres de las niñas que también estaban en el lugar para ver cómo se comportaban sus hijas, las acompañaban con grandes linternas hasta la puerta porque en esos años a oscuras no te dejaban con una dama solo.
No había Radio en el pueblo, así que aquello que sucedía lo iban transmitiendo las Tías o Abuelas que, detrás de la ventana, por la mirilla “chusmeaban”, sabían la vida de todos los vecinos y por ese motivo, debían tratar por todos los medios de no caer en boca de estas Señoras ya que si algo se les escapaba y era “inconveniente” las miradas les golpeaban la nuca y ni hablar de los oídos.
El abuelo hacía pausas en su relato y sus ojos puestos en la con la mirada perdida como si algo se le hubiera escapado del alma, tratando de recuperarlo. Nada fue fácil en aquellos tiempos en donde todo era sacrificio pero también alegrías porque…dice… “lo poco para nosotros era mucho” y era mucho porque se disfrutaba y compartía con los parientes y amigos… teníamos muchos amigos a quienes les mirábamos a los ojos, apretabamos sus manos, sentíamos su abrazo.
Quizá por eso se hacía más fuerte la relación. Existía el “perdóname…disculpa…GRACIAS”, y pienso que no era mejor o peor que ahora, pero daba ganas de vivir así.
Para el abuelo lo importante era el trabajo y al que le daba la cabeza estudiaba, porque para eso estaba la familia al momento de apoyarlos.
Recuerdo cuando llegaba la hora para el descanso diario de su siesta y la paz para mi espíritu se recuesta en el silencio, meditanto lo vivido e imaginando cómo será lo que me queda por vivir. Seguro no será mejor. Allá en el prado de su vida, seguirá para mi sentado a la mesa saboreando una rica y nutritiva sopa, antes de ir a dormir y sus últimas palabras:
«También puedes ser feliz con lo que tienes…solo debes valorarlo. Mírame aquí en mi casa rodeado del amor…al menos no estoy en un Geriátrico….soy feliz.».
No puedo dejar en el olvido la imagen que me dejó hace unos días la visita que he realizado a un «hogar de ancianos» para llevar medicamentos y ropa que mi señora esposa, lamentablemente no necesitará. Pude ver rostros y miradas perdidas en el horizonte de abuelas y abuelos que, algunos de mi edad, cuando me acerqué a saludarlos me miraban extrañados como si algo raro hubiera llegado a ese lugar para prestarles atención.
Pregunté a una de las señoras que los cuidan sobre la frecuencia de las visitas de los familiares y me respondió solamente con un gesto que pude comprender con mucha angustia.
«Un día mi abuelo me dijo que hay dos tipos de personas: las que trabajan, y las que buscan el mérito. Me dijo que tratara de estar en el primer grupo: hay menos competencia ahí». Indira Gandhi – (1917-1984) Estadista y político hindú.
El autor es: Locutor Nacional-Comunicador.
Capiovi Misiones, Argentina
DNI 7788556