Por Andrés L. Mateo
A finales de los años cincuenta, todo el espacio heroico de la nación dominicana estaba ocupado por Trujillo. El “Generalísimo” llenó treinta y un años de esa magia infame, en los cuales todo estuvo referido a su persona, y la sociedad en su conjunto perdió el recuerdo de su construcción.
En la práctica, todo en la vida social, merced a la violencia del autoritarismo, estaba en una relación de uso, de enajenación.
Fue envuelto en ese silencio que Jesucristo llegó a nuestras vidas como héroe de fuego, una colmena en cuyo derredor revoloteaban los bríos juveniles, el ansia de reconocer por adelantado el azar desnudo y brutal de la existencia. Lo que ocurría, para nosotros, jóvenes que nos refugiábamos en el Oratorio San Juan Bosco, era desconcertante, puesto que en relación con nuestro propio destino, todo espíritu moralizador, tanto el religioso como el laico, quedaban sepultados en el silencio.
¿Cómo elegir entonces? ¿Hacia dónde mirar si el moralizador fallaba, justamente allí donde comenzaba la realidad? ¿Cómo apelar a un paradigma válido, si la palabra no tenía nada en común con el único mundo humano y real-con el mundo social- que nos cercaba?
Jesucristo fue entonces ese compromiso entre la libertad y la duda. Hay una historia de la fe cuya escritura permanece llena del recuerdo de la duda. La mía llegó el día de mi confirmación. El oficiante fue Monseñor Pittini, un sacerdote que reunía doble divinidad, porque además de representar el poder divino, andaba siempre del brazo del poder temporal. Todos los días aparecía en la prensa retratado al lado de Trujillo. Delgado, con unos lentes oscuros, revestido del misterio de la ceguera, su mano tenue recorrió mi mejilla para darme esa bofetada amorosa que te devuelve al martirologio primitivo del cristiano de las catacumbas, y que confirma la vocación de tu fe. Yo sentí la expiación de la culpa correr en el tibio surco de una lágrima.
-¿Lloras, hijo- me preguntó él con amor. Y sin esperar mi respuesta, me dijo que debería estar contento, que de esa manera entraba definitivamente al redil de Cristo, y que la tierra se había vuelto un lugar difícil, estrecho y mortal.
-¡Eso!- dije, maquinal, no comprendo el mundo, no sé por dónde anda Jesús.
-¿Jesús?- preguntó él- ¿de Jesucristo hablas niño? Escoge el tuyo- me susurró-. ¡A cada quién su Cristo!
Como el de Antonio Machado, el Cristo que escogí es el que anda en la mar. El del látigo, el que provoca a la vez la ira y su conjuración. El de la faz impetuosa frente a los mercaderes, el que borra la carne de la misma manera que levanta el alma. El incitador, el crápula que se afilia siempre al lado infame de la vida. El Cristo de los acróbatas, de los malabaristas, de los alguaciles, de los que engullen el papel y pisan la colilla del cigarrillo minutos antes de morir. El Cristo que ha dejado su musculatura en el diseño del mundo.
¡A cada quién su cristo!
A veces el hombre y la mujer son soportes erguidos de la divinidad. Las tenues bofetadas de la confirmación que me dio Monseñor Pittini, en el altar de la iglesia San Juan Bosco, despertaron el mío, el que me ha acompañado frente a la amargura, el dolor o el silencio; hacia el que he mirado en la complicidad de la felicidad. El cristo que no es apertura engañosa al ensueño, sino puro espejo, pura virtualidad del amor.
Es ese Cristo el que me gusta sentir, y al que siempre vuelvo, pensando en aquel hombre tan poderoso que tocaba mi cara, y que representaba la divinidad y el absoluto del poder trujillista, en el mismo momento en que me confirmaba. Aquel Cristo que después encontré deslumbrado en el libro de Giovanni Papini, sudoroso, atrapado en el rasgo de humanidad de la duda, confundido incluso en su misión divina, asediado por sus meditaciones trascendentes, e incluso crucificado, antes que en el Gólgota, en la determinación del sacrificio. No he cambiado, pero soy distinto.
De vez en cuando, el Cristo que me corresponde, me presta su látigo; soy casi viejo, lo repito, tengo derecho al inventario.
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