Por John Carlin
Los británicos nos han demostrado que la política no es, o no debería ser, un juego frívolo
“Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”, dijo Churchill sobre el sacrificio de los aviadores de la RAF en la segunda guerra mundial. Podemos decir lo mismo hoy del sacrificio que ha hecho Reino Unido por la humanidad.
El consenso casi total en el mundo es que al votar en el referéndum del jueves a favor de la salida de la Unión Europea los británicos (o, mejor dicho, los ingleses) cometieron un error incomprensible, demencial y de épicas proporciones. Tras conocerse el resultado, las caras pálidas, los tonos de voz entrecortados e incluso las palabras asombrosamente sobrias —no victoriosas— de los dirigentes conservadores de la campaña por el Brexit dieron la impresión de que se habían despertado la mañana después de una noche de alcohol y desenfreno preguntándose: “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?”.
Malo esto para Reino Unido, pero bueno para todos los demás. Los británicos se encuentran de repente en una crisis económica y política sin precedentes, tan gratuita como innecesaria, y de la que solo se pueden culpar ellos mismos. Como consecuencia, la democracia parlamentaria más antigua ha dado al mundo una lección de un incalculable valor, una lección en cómo no se deben hacer las cosas en un país que aspira a la cordura y la prosperidad.
El ‘Brexit’ es el síntoma más alarmante hasta la fecha del fenómeno global “antiélites”
Lo que nos ha demostrado Reino Unido es que la política no es, o no debería ser, un juego frívolo; que los líderes demagogos que para alimentar su vanidad y sus ansias de poder alientan la noción de que la sabiduría de las masas es la máxima virtud de la democracia deben ser escuchados con cautela; que las decisiones de Estado son todas debatibles pero exigen que aquellos que las tomen posean un mínimo de responsabilidad cívica y un mínimo conocimiento de cómo funciona el Estado; que cuando los políticos que gobiernan o aspiran a gobernar opinan por ejemplo sobre la economía, sepan de lo que hablen, o al menos sepan más que el grueso de la población.
En resumen, los que tienen en sus manos el poder de influir en las vidas de millones y millones de personas deben ser expertos. Los expertos fueron precisamente aquellos cuyos argumentos fueron rechazados por la mayoría británica que optó por seguir las seductoras melodías de los flautistas del Brexit, conduciéndolos, como el de Hamelín, a las cuevas del infierno.
El momento más revelador de la campaña del Brexit fue cuando una de sus principales figuras, Michael Gove, declaró: “La gente de este país está harta de los expertos”. Gove, que fue ministro de educación durante cuatro años en el gobierno de David Cameron, estaba respondiendo a las advertencias del Banco de Inglaterra, de los jefes de los sindicatos obreros, de los principales empresarios británicos, de Barack Obama y de prácticamente toda la gente informada y pensante del mundo que se expresó en contra de votar por la salida británica de la UE. Escuchen a sus corazones y a sus juicios, les decía Gove a los votantes, gente que en su gran mayoría, como la gente en todo el mundo, se interesa mucho más por el futbol, o por las telenovelas, o por los concursos de talento, o por las historias de las vidas íntimas de los famosos o, por supuesto, por sus familias y sus trabajos que por la política, un deporte minoritario vaya uno donde vaya. Esto, que tanto les cuesta aceptar a los ideólogos profesionales, no es ni bueno ni malo. Es lo que es, y lo que hay.
Con suerte, hará más difícil que los estadounidenses sucumban a Trump o los franceses a Le Pen
Y es el motivo por el cual el primer ministro Cameron pecó de una irresponsabilidad histórica y de una idiotez monumental al encomendar la decisión sobre el complejísimo tema, entendido por una ínfima fracción de la población, de si salir o permanecer en la UE era bueno o malo. Si hubiera sido fiel al principio de la democracia representativa, que los propios británicos patentaron en el siglo XVIII, hubiera dejado la decisión en las manos de los electos relativamente expertos diputados parlamentarios, más de tres cuartos de los cuales estaban a favor de la permanencia y ahora se encuentran en la surrealista tesitura de tener que obedecer el veredicto de las masas y solicitar formalmente a Bruselas la salida.
Dicen muchos de los comentaristas de élite que escriben para las élites que el Brexit es el síntoma más alarmante hasta la fecha de un fenómeno global contemporáneo “antiélites”. Se ha vuelto un tópico esto, repetido (por un columnista élite del New York Times, por ejemplo, el viernes) hasta el aburrimiento. Así explican día tras día en Estados Unidos y en Europa y en todas partes el ascenso de Donald Trump, primo hermano de los brexiters. Si tantos lo dicen algo de verdad debe tener, se supone, pero existe una explicación más sencilla de estos fenómenos, una a la que las élites opinadoras quizá se resistan por temor a ser tachadas de elitistas: que en cuestiones políticas y económicas nacionales la gente es fácilmente manipulable por los que tienen la cínica astucia de apelar a sus prejuicios y sus sentimientos más viscerales o tribales como, en el caso de los ingleses, el ancestral desdén y desconfianza que les inculcan desde la infancia hacia los deshumanizados “extranjeros”.
¿Por qué los londinenses y los escoceses, a excepción de casi todo el resto de Reino Unido, escucharon a los expertos, desoyeron a los populistas y votaron abrumadoramente a favor de la permanencia en Europa? Fácil. Porque los londinenses habitan en la ciudad más cosmopolita del mundo, conviven y trabajan con extranjeros todos los días y ven no solo que aportan mucho a la ciudad en lo económico y en lo social sino que son tan reconociblemente humanos como ellos mismos. En el caso de los escoceses, que han recibido enormes cantidades de inmigrantes en su tierra en los últimos años y que cuando son pobres son igual de pobres que los ingleses, hay una doble explicación. Una, que no se les adoctrina con sentimientos xenófobos desde una temprana edad, sino más bien todo lo contrario; y que el sistema de educación estatal en Escocia es, como el exministro Michael Gove bien sabe, muy superior al inglés. Los escoceses poseen en mayor abundancia que los ingleses las facultades mentales necesarias para saber distinguir entre los predicadores farsantes y los sinceros, entre las políticas que les convienen y las que no.
La saludable lección que el resto del mundo debe aprender del disparate en el que han caído los ingleses, entonces, es estar más alerta que nunca al populismo barato de aquellos que pretenden llegar al poder apelando a sus prejuicios y resentimientos. Con suerte, el resultado del referéndum británico, y las consecuencias desastrosas que arrastrará, hará más difícil que los votantes estadounidenses sucumban al flautista Trump, o los franceses a Marine Le Pen, del mismo modo que el apocalíptico fracaso del también disparatado proyecto chavista en Venezuela con suerte servirá de advertencia a los demás países de América Latina.
Si el mundo no aprende de estas lecciones quizá llegue el día en el que tengamos que replantearnos la idea de que la democracia es el sistema político menos malo que ha inventado la humanidad. Mi padre, que combatió en la RAF de 1939 a 1945, decía con frecuencia algo que recuerdo mucho estos días: que el mejor sistema de gobierno era la autocracia moderada por el asesinato. Siempre pensé que era una locura y que lo decía en broma. Ya no estoy tan seguro.
Cortesía: El País